Aunque suena a chiste no podemos decir que prostituir el Arte sea pintar prostitutas, este término ha sido quizás de los más manidos por toda la pedantería del arte.
Recuerdo hace algunos años que una revista online de fotografía me dignó publicando mis trabajos y fotos a los que tuve que acompañar una pequeña biografía, éramos muchos fotógrafos y parece que a mi vecino de website el hecho de que yo hubiera trabajado para una agencia de publicidad le despertó ciertas ampollas porque dijo textualmente en sus comentarios: “Y nunca he prostituido mi arte dedicándolo a la publicidad” el comentario casi como respuesta grosera llamó mi atención y abrí su cuaderno de fotografías “gente en el metro de Londres” y una oda y un canto al metro londinense con una serie de fotografías patéticas, no podía haber sido al metro de Goya en Madrid o al autobús de Chamartín, de no ser porque antes que él Cesar Lucas hiciera una meritoria serie de personas en el metro mi vecino de website habría pasado incluso por original pero es que además de plagiar se permitía comentarios como aquel y como los suelen hacer todos, con el mismo “arte” y con la misma dudosa gracia.
Sigo sin tener ni idea del por que la gente que dedica su arte al destino de la publicidad está considerada poco menos que maldita. Se necesita un genio como el escritor norteamericano
Henry Miller para contar en su biografía como en los tiempos en que vivía en Brooklyn gozaba de la amistad del pintor (Ulric) quien solo ha trascendido por los textos de Miller, cosa que ni le añade ni le resta mérito, el talento y la fama no van asociados.
Miller citaba literalmente que era un verdadero placer verlo pintar plátanos para un cartel publicitario (en un tiempo en el que aun las imprentas estaban en el neolítico con la fotografía) y que hiciera lo que hiciera, aunque el destino fuese publicitario era simplemente Arte.
El controvertido autor de los “Trópicos” cita en su biografía una conversación con Ulric sobre el sentido de la prostitución, en la forma que todos de alguna manera u otra nos prostituimos, no solo el artista cuando dedica su arte a la publicidad sino el obrero cuando alquila sus sueños a una factoría o a una oficina cualquiera entonces de manera divertida coloca en boca del pintor:
-Hay algo mucho más trágico que prostituirse para aquellos que moralizan siempre sobre lo mismo y es la de que quien decidido a dar ese paso descubre que no existe nadie que lo compre, quizás el odio en sí mismo sea ese, o que no existe comprador o que su precio es muy bajo.
Hace poco también he vuelto a oír lo mismo sobre prostituir el arte y siempre se me viene a la cabeza, no la anécdota de aquel pobre desgraciado que se partía las vestiduras en defensa de la inmaculidad del arte como virtud y que curiosamente y analizando su biografía era funcionario en un departamento de la administración que como tantos en un país que soporta tres millones de funcionarios y funciona algo menos que regular soporta en forma de sueldos fijos “artistas vocacionales que en su tiempo de trabajo entienden que en el Estado es una fuente de becas”, sino recordé un viejo chiste por el que Gaugin no prostituía el arte por el hecho de usar como modelo en algunas ocasiones prostitutas.
El grupo de las personas moralistas en ocasiones resulta algo más que tóxico, y podemos entender la moral como el conjunto de reflexiones sobre los actos cotidianos de forma y manera que el ateo más pragmático puede resultar el mayor moralista, o incluso el mayor perverso de la misma manera reflexiona el grupo de sus actos cotidianos y el de los ajenos. De esta forma también explicaba en otro artículo creo que del mismo blog que un artista no tiene porque necesariamente ser un señor que descuida su aseo personal, eso solo sería un guarro, o ser extrambótico o freaky. Hace muchos años en España asistí a una escena bastante bastante curiosa, trataba yo en aquella época (mi crisis de identidad número 783) de colocar en un pequeño hueco para mi caballete en el rastro de Marbella, concretamente el que se situa alrededor de la plaza de toros de Puerto Banús.
Una especie de mercado, de zoco árabe, cubierto por puestos gigantescos de alfombras, con familias completas de gitanos vendiendo antiguedades y algún que otro cuadro. En aquella especie de mercado extraño pregunté al vendedor que tenía la cara más amigable: -Amigo, ¿para poner mi caballete aquí y ocupar un metro cuadrado a quien le tengo que pedir permiso, al Ayuntamiento?.
Y la respuesta me dejó helado.
-Ya se nota que eres nuevo, aquí todo el “cotarro” lo lleva el guarda de la Plaza de Toros, el conserje, si le das un billete (5.000 ptas de hace 12 años, unos 100 euros actuales) igual
te lo da pero entre él y los gitanos son los dueños de todo.
Efectivamente, aquel señor conserje apenas si me recibió con lo que hizo buena la frase de un amigo mío “En este país es más facil que te reciba un ministro que un concejal o un chupatintas”.
El todopoderoso conserje después de mirarme con cara de perdonavidas me dijo que no había un metro cuadrado para mí en aquellas 4 hectareas (40.000 metros cuadrados) pobladas en su mayoría de esa etnia acostumbrada y tan publicitada como víctimas de todos los racismos en España que son los gitanos.
Cuando me retiraba decepcionado por una de las calles adyacentes vi una escena bastante bastante curiosa que yo creo que explica mejor que nada todo el sentido en el mundo del Arte.
Específicamente en aquellos años esa zona de Marbella cercana a la famosa “Milla de Oro” era una pieza cotizadísima por todos los anticuarios de España por el poder adquisitivo de sus vecinos (en aquellos años anteriores a la masacre de la Pantoja y la morralla malaya) pues ya me retiraba indignado y decepcionado con la democracia, los ayuntamientos, el morro de los gitanos y los trapicheos de un conserje con boina que nunca nadie podría calcular la pasta que se embolsaba el fulano, cuando mientras caminaba en la forma lenta y pastosa en que la decepción suele caminar aparcó a pocos metros de mí un coche Mercedes de alta gama, se bajaron dos tipos, el conductor era una especie de clon de Alfredo Landa, bajito, rechoncho y con bigote y su acompañante el típico Hipy que podemos encontrar en cualquier mercado artesano.
Aquel Alfredo Landa con bigote abrió el maletero del Mercedes y sacó un caballete y un cuadro, era un jarrón con flores con más artesanía que arte, se lo entregó al hipy modelo “dos semanas sin ducharse, greñas y pelos en abundancia y el uniforme en consonancia” mientras pude oirle decir:
-Ya sabes, te pones en aquel puesto y tu eres el autor de la pintura, a las dos de la tarde vengo a recojerte y te ganas 5.000 pesetas si no vendes, si lo vendes te pago del doble.
Era la filosofía del arte, aquel Alfredo Landa que sí debía de gozar de las simpatias del conserje mafioso era pintor pero no tenía aspecto de pintor y esto en el mundo del Arte es importantísimo, el pintor del Cesar no solo tiene que ser pintor sino parecerlo. Así que hombre de ingenio, casi reflejo de su obra, no solo pudo lograr un puesto en “mafialandia” sino que además contrató la imagen o lo que él entendía que era la imagen del pintor.
Yo estaba demasiado decepcionado para quedarme allí todas las horas de la mañana y comprobar si el truco funcionaba, no me hacía demasiada ilusión dejarme greñas, huir de la ducha durante semanas y empezar a pintar margaritas con espátula para ganarme la vida, porque además y suponiendo que la necesidad apretase tanto dudo mucho que hubiera conseguido padrino para
poder ser recibido por el Gran Señor Todopoderoso Dueño de los extraradios taurinos.
(¿Por qué se ganará tanto en este puñetero país con todo lo que tenga que ver con los toros?).
Ese día aprendí más del Arte que en toda la universidad, como en tiempos de la vida del genial Dalí quienes lo conocieron aseguraban que era cierta la frase que se le atribuye de “Dalí es el mejor vendedor de Dalí”.
Dalí entonces entendió mejor que ningún otro que además de ser un genio había que parecerlo, y que solo a los ojos de la mediocridad el arte aparece esforzadamente excéntrico.